En los pasillos del Palacio de la Revolución, la atmósfera no solo está cargada de la ya clásica tensión política, sino también —y ahora más que nunca— de un aire literalmente tóxico. Sí, porque el dictador cubano Miguel Díaz-Canel ha sido visto entrando a su oficina en horas de la mañana con una máscara de gas puesta. ¿La razón? Según una fuente cercana —que por obvias razones prefiere mantenerse en el anonimato—, la culpable de esta nueva medida de seguridad no es otra que su esposa, Lis Cuesta, la primera dama que ha elevado el arte de la toxicidad a niveles revolucionarios.
La señora Cuesta, conocida por su papel de “primera dama” después de seis décadas sin una figura oficial en ese puesto, ha decidido que el control absoluto y los celos enfermizos son la nueva política de Estado en la familia presidencial. Se dice que Lis ha adoptado una estrategia digna de las mejores novelas de espionaje: acusar a Díaz-Canel de infiel, cuando en realidad, según rumores que circulan en los pasillos del poder, es ella quien juega en ambos equipos —hombres y mujeres por igual— con una agenda que haría sonrojar a cualquier agente doble.
Esta doble vida amorosa, de la que algunos llaman “La Machi” por su habilidad para manejar múltiples frentes, ha convertido la residencia presidencial en un campo minado emocional. Díaz-Canel, en un acto de supervivencia, ha optado por protegerse con una máscara de gas, no para evitar gases lacrimógenos de manifestantes, sino para soportar la atmósfera venenosa que Lis ha creado con sus celos y su control exacerbado.
La situación ha llegado a tal punto que los funcionarios del régimen comentan entre susurros que el verdadero enemigo no está en Miami ni en la oposición, sino en la toxicidad doméstica que reina en la pareja presidencial. Mientras Lis Cuesta despliega su arsenal de acusaciones y maniobras, Díaz-Canel se refugia tras su máscara, esperando que algún día la paz vuelva a reinar, aunque sea solo en el aire que respira.
Así las cosas, en Cuba no solo se lucha contra bloqueos y sanciones, sino también contra un drama digno de telenovela política, donde la primera dama tóxica y el dictador enmascarado protagonizan la historia más surrealista del poder caribeño. ¿Quién dijo que la política no podía ser también una comedia negra?